Las Cautivas de
las Pampas del siglo XIX
Mis primeros recuerdos sobre historia local del distrito de Esteban Echeverría, donde habito, me remontan a la admiración de los primeros vecinos por este escritor. Él como pionero del romanticismo en el Río de la Plata, hacía una inolvidable descripción de esas tierras y sus pobladores en su Poema “La Cautiva”. Así que eso le sirvió para ser recompensado al designar al nuevo municipio, y unos años más tarde se bautizará con el nombre de su obra al barrio obrero adyacente a nuestro hospital.
La cautiva, sin duda, será la figura de una de las mujeres prototípicas que habitaron el “desierto”, como
se llamaba entonces a estas tierras. Era un apelativo que conjugaba sus características geográficas y la ausencia o escasa población “civilizada”, según el pensar de esa época.
El desierto durante
gran parte del siglo XIX se iniciaba según la mayoría de los autores en el río Salado, pero con el transcurso de la centuria se fue corriendo por una
hileras de pobres fortines y, se
prolongaba, interrumpida por algún manchón de población pionera, hasta los confines cordilleranos.
Sin embargo, la cautiva
no será la única habitante femenina de estas tierras, convivirá con la
mujer guacha, la indígena y la fortinera.
En esta investigación
tomo datos aportados por autores
de literatura, memorias e iconografía de ese tiempo y obras de arte plástico;
además de fuentes de estricto carácter historiográfico.
Todas estas mujeres tuvieron un denominador común, aportar
sus esfuerzos, renunciamientos y sacrificios, compartir y hacer frente a la inmensidad inhóspita de las
pampas, donde la vegetación era escasa, en consecuencia la sombra y la leña, el
agua un recurso casi sagrado, donde reinan vientos que levantaban
una constante polvareda y soles que
marcan sus pieles. Cada una al lado de su hombre, sea criollo o indígena,
simple gaucho o soldado, por voluntad u
obligada, contribuirán a conformar los
primeros centros urbanos e incorporar esa tierra, por siglos considerada botín
de
guerra, a la nueva patria que se
estaba construyendo
.
La importante mortandad en las tribus
pampeanas hacia el siglo XIX, tanto por las acciones militares como por la
viruela, generó en los indígenas la disminución de sus huestes y la necesidad de tomar entre otras piezas
codiciadas, como botín de guerra, de sus malones, también a mujeres, y así
aumentar sus diezmados campamentos.
Las preferían jóvenes, para
asegurarse la fertilidad, e incluso raptaron algunas cargando niños pequeños,
para luego educarlos como parte de su pueblo.
Las cautivas se convertían en doble víctimas en aquellas tolderías.
Por un lado atormentadas por el sometimiento sexual de los hombres, y por el
otro, la sobrecarga de tareas y aún el maltrato por las indias que
volcaban sobre las jóvenes sus celos ante la posibilidad de que su viejo compañero las desplazara en su
preferencia por la nueva.
Alguna vez me dieron una explicación ingenua, según la
cual, esas cautivas blancas que en los cuadros se las mostraba casi
inconscientes, débiles, agotadas como fruto de una oposición inútil, permanecían al lado de su captor, torso
desnudo y musculoso, en medio de alaridos y retumbar de los cascos de los
caballos, por admiración.
Muy lejos de la verdad quedaban esos mitos. La cautiva
llegaba desfalleciente, luego de la pelea por resistirse, después de días de correrías
y se le tajeaban los pies, para que una vez recuperados sus ánimos, cuando todavía
estaba fuerte, no pudiera escapar. Después de ser intercambiada entre los
guerreros, y de un sometimiento feroz, cuando cicatrizadas las heridas,
generalmente ya llevaba en su vientre un mestizo, lo que la hacia abortar la
idea de abandonar la toldería, no sólo por el miedo a no encontrar el camino de
regreso, sino también porque sabía que no podría encontrar comprensión y contención por parte de su antigua familia.
Solo restaba quedarse en el
campamento nativo, aceptar las humillaciones y malos tratos, tanto de sus
raptores como del resto, para los que no dejaba de ser una prisionera de
guerra, una esclava despreciable y objeto de venganzas históricas.
La cautiva debía compartir la comida, los lechos de pieles y las tristes faenas domésticas con las chinas viejas que las golpeaban y maltrataban haciéndole la vida imposible para demostrar que eran ellas las señoras de la casa.
El mismo Martín Fierro cuenta haberse
encontrado en medio del desierto una china, que supo “cristiana”, protegiendo
entre sus brazos a un pequeño, asqueada de los malos tratos, prefirió
adentrarse en la inmensidad inhóspita e intentar regresar a la civilización.
Ella le describió sus sufrimientos, pero todavía le quedaba unos más, pensar que
a su niñito crecido se lo quitaran “para venderlo a otra tribu a cambio de un
potro.”
La cautiva recuperada de Blanes sufre.
El apego de la cautiva por sus
mestizos era lo que explicaba que muchas
de ellas cuando entraban las comitivas militares prefirieran quedarse y no ser
restituidas a la civilización, no por amor a sus amos indígenas, quienes les
permitían el regreso “pero sin sus niños”, sino por el sentimiento “al fruto que no buscó y le quiere con
sacrificio”.
Los partes militares dejaron nombres
de alguna de ellas. Tal vez sea la de Dorotea Bazán la historia más conocida
gracias a la canción de Félix Luna y Ariel Ramírez. Conocida como Likán (Luz de
Piedra) había sido cautiva, por siete
años y parido tres veces, dos de sus hijitos habían muerto y el tercero, ya
grandecito había podido escapar al ingreso de las tropas. Dorotea, avenida en
Likán, se resistió a los argumentos de los soldados y una noche se fugó detrás
de su hijo ranquel.
Cafrune también le canta a la
cautiva y muestra las rencillas entre mujeres que se producían cuando el indio
tenía predilección por una cautiva joven
Lucio V. Mansilla en “Una excursión a los indios ranqueles”
rescata una historia similar, se trataba de Fermina Zárate, que no se va, ya que
el Ramón… no le permite que se lleve a sus hijos, por lo que renuncia a su
salvación.
Cautiva
de Manuel Blanes.
Pero
“La cautiva” de Esteban Echeverría, es la típica heroína romántica, María, se distingue de
entre todas, había sido tomada
prisionera, pero no aceptó un destino de humillación. Aprovechando la
borrachera de los indios por el festejo
con que celebraron el éxito de su expedición, decide liberar a su esposo,
Brian, que se encontraba estaqueado, enfermo y abatido. La pareja tendrá que
hacer frente al desierto, refugiarse en un pajonal del que tendrán que escapar
para evitar el fuego, hacer frente a un tigre, cargar con su hombre agonizante
en medio de delirios, darle sepultura, pero sigue,… llevando como único
consuelo el poder reencontrarse con su niño. Al final del poema se encuentra
con una partida de soldados que le informan que su hijito había sido degollado por los salvajes. Ya nada le
daba motivos para permanecer viva y en lucha, ella que se había enfrentado a
tantos peligros, cae desplomada en el suelo, entregándose a la muerte contra la que había combatido
heroicamente.
Pastor Obligado rescata la
historia de Doña Encarnación Rincón y su prima, aquella había gritado por última
vez frente al degüello de su padre por parte de los bárbaros. Restituida a la
tierra de blancos, de regreso de las
tolderías, después de diez años, se
mantenía muda y tejedora.
Si bien Echeverría, Rugendas, Hernández, Della Valle mostraron esa imagen de la cautiva blanca frágil, presa
del salvajismo del indio, de la que tampoco escapó el mismo Borges, en su cuento “Historia del guerrero y la
cautiva” en el Aleph, esa es sólo una
parte de un doble cautiverio que se vivió en la frontera, y que sirvió para justificar las expediciones
militares criollas del siglo XIX.
Una vieja fotografía de las maniobras militares en la conquista al desierto.
También se dieron situaciones
al revés, indias que al ingresar las tropas a las tolderías, viéndose
desguarnecidas por sus hombres que habían huido, y para evitar prisiones, preferían
acompañar a algún soldado cristiano solo, pasando a constituir una familia más
dentro del cuartel.
Es ésta “La Cautiva al revés” que esculpe Lucio Correa Morales en 1906.
Las prisioneras indias eran
repartidas entre la tropa de hombres solos. Claro está, entre los soldados, los
cuadros de oficiales debían distinguirse y no entraban en esas uniones que no
dejaban de ser entre seres más o menos igualmente bárbaros para el positivismo
imperante en el momento.
El propio Lucio V. Mansilla
cuando se encontraba encabezando un fortín que debía avanzar hacia la frontera
del río Quinto recibió una comitiva de los llamados “indios amigos” y dicen, supo conquistar a una china llamada Carmen,
mestiza, de la que supo sacar informes para lograr el éxito de su expedición a
“tierra adentro”. Al poco tiempo de convivencia en el fortín ella tuyo una hija
“mal habida”, como se decía cuando era de padre desconocido, pero el comandante
generosamente, resolvió, ante el bautismo
convertirse en el padrino de la beba. Y así la China Carmen y su hija se
incorporaron a la guarnición blanca,
aunque en una situación clandestina.