Dra. Eugenia Sacerdote de Lustig
científica centenaria
Hoy 29 de noviembre se conoció la noticia del fallecimiento de la Dra. Eugenia Sacerdote de Lustig. Como sencillo homenaje me atrevo a copiar una editorial que Alfredo Leuco leyó en Radio Continental en su columna del programa Bravo Punto Continental el día 9 de noviembre de 2011, en ocasión en que la doctora cumpliera 101 años de vida.
El año pasado le hablé de la doctora Eugenia Sacerdote de Lustig. ¿Se acuerda?Varios oyentes me pidieron que volviera a contar su historia en homenaje al día de la mujer.
Ella se hizo famosa entre comillas cuando la línea 80 la nombró pasajera ilustre y le dio un pase de por vida.
Era un premio a su constancia de viajar todos los días en ese colectivo a su trabajo como jefa de investigación del Instituto de Oncología Angel Roffo.
Por aquel entonces, la venerable mujer tenía 90 años. Esa anécdota ciudadana disparó la curiosidad de los medios y muchos conocimos la vida ejemplar de la doctora Eugenia. Su esfuerzo, su sacrificio cotidiano de lucha.
Nos enteramos que esta señora que podría ser la abuela de cualquiera de nosotros, con el cabello
totalmente blanco y que andaba lento como perdonando al viento tiene en su guardapolvo de investigadora a su orgullo más grande.
Después fue declarada ciudadana ilustre de Buenos Aires e inmigrante ilustre del Piamonte, la patria chica de Italia donde dejó parte de su familia. La doctora desciende de los barcos como tantos argentinos.
Tenía 25 años y una hija en sus brazos que cumplió un año en plena travesía en el medio del océano.
Llegó al puerto con sus valijas de cartón y con la esperanza de construir una nueva vida en un país libre y democrático, lejos del fascismo de Mussolini que manchaba su tierra querida.
Mientras aprendía a cantar y a bailar el tango, se dedicó a combatir otros males tan terribles como el totalitarismo del Duce: enfrentó la peor epidemia de polio que tuvo la Argentina antes de que se descubriera la vacuna Salk.
Y como si esto fuera poco le declaró la guerra científica al Mal de Alzheimer y el cáncer.
Ese maldito cáncer, tal vez como revancha le fue erosionando la vista.
Sus ojos comenzaron a nublarse hasta la ceguera absoluta. Por eso dejó de viajar en colectivo y ella, tan corajuda, empezó a tenerle miedo a los escalones que es lo imprevisto que sube o que baja. Pero una remisería vecina la empezó a llevar de aquí para allá, porque ella es un tesoro de todos que todos tenemos que cuidar.
Ella se hizo famosa entre comillas cuando la línea 80 la nombró pasajera ilustre y le dio un pase de por vida.
Era un premio a su constancia de viajar todos los días en ese colectivo a su trabajo como jefa de investigación del Instituto de Oncología Angel Roffo.
Por aquel entonces, la venerable mujer tenía 90 años. Esa anécdota ciudadana disparó la curiosidad de los medios y muchos conocimos la vida ejemplar de la doctora Eugenia. Su esfuerzo, su sacrificio cotidiano de lucha.
Nos enteramos que esta señora que podría ser la abuela de cualquiera de nosotros, con el cabello
totalmente blanco y que andaba lento como perdonando al viento tiene en su guardapolvo de investigadora a su orgullo más grande.
Después fue declarada ciudadana ilustre de Buenos Aires e inmigrante ilustre del Piamonte, la patria chica de Italia donde dejó parte de su familia. La doctora desciende de los barcos como tantos argentinos.
Tenía 25 años y una hija en sus brazos que cumplió un año en plena travesía en el medio del océano.
Llegó al puerto con sus valijas de cartón y con la esperanza de construir una nueva vida en un país libre y democrático, lejos del fascismo de Mussolini que manchaba su tierra querida.
Mientras aprendía a cantar y a bailar el tango, se dedicó a combatir otros males tan terribles como el totalitarismo del Duce: enfrentó la peor epidemia de polio que tuvo la Argentina antes de que se descubriera la vacuna Salk.
Y como si esto fuera poco le declaró la guerra científica al Mal de Alzheimer y el cáncer.
Ese maldito cáncer, tal vez como revancha le fue erosionando la vista.
Sus ojos comenzaron a nublarse hasta la ceguera absoluta. Por eso dejó de viajar en colectivo y ella, tan corajuda, empezó a tenerle miedo a los escalones que es lo imprevisto que sube o que baja. Pero una remisería vecina la empezó a llevar de aquí para allá, porque ella es un tesoro de todos que todos tenemos que cuidar.
Tenía 90 años y seguía cumpliendo con su vocación y obligación.Dirigía a los jóvenes biólogos en su análisis del transplante neuronal en las ratas de laboratorio. Era admirable su cargo de investigadora del Conicet.
La doctora Eugenia recibió el premio Hipócrates que es la más alta distinción que un médico puede recibir en nuestro país y eso no la transformó en mármol ni en bronce. Se mantuvo de carne y hueso y ni siquiera se volvió formal o aburrida.
Era la más chistosa del trabajo. La encargada de celebrar los cumpleaños de sus compañeros, de homenajear la vida compartiendo al mediodía una porción de tarta y una mandarina de postre.
La Nona sabia inoculó en la sangre torrentosa de sus hijos y nietos el amor por la educación, la excelencia y la honradez.
Ella sigue estudiando aún hoy que tiene, escuche bien por favor, aun hoy, que tiene 100 años.
Esta maravilla de la humanidad tiene dos adicciones: los libros y la quesería donde compra los manjares que la acercan a su infancia como la mozzarella de Búfalo o el delicioso mascarpone.
A los 100 años, la doctora Eugenia, mezcla milagrosa de neuronas y sensibiLidad solidaria es considerada una reina madre por sus discípulos. Ella que fue discípula de Bernardo Houssay, uno de nuestros premio Nóbel.
Es una pachamama que cruza los genes italianos con los judíos y protege todo lo que toca.
No se enoja nunca. Sonríe siempre. Dice que esa es su fórmula para cumplir un siglo en paz y armonía con todos.
Esta orgullosa porque fue reconocida como "Prócer de la medicina bicentenaria", un diploma de honor, que le entregó otro oncólogo honesto como ella, el ex presidente de Uruguay, Tabaré Vázquez.
Hoy la doctora Eugenia tiene 9 nietos y solo se lamenta que la ceguera no le haya permitido conocer la cara de sus 4 bisnietos. Escucha radio y tiene un software que le lee los diarios.
Ella insiste en que está ciega.La doctora Eugenia recibió el premio Hipócrates que es la más alta distinción que un médico puede recibir en nuestro país y eso no la transformó en mármol ni en bronce. Se mantuvo de carne y hueso y ni siquiera se volvió formal o aburrida.
Era la más chistosa del trabajo. La encargada de celebrar los cumpleaños de sus compañeros, de homenajear la vida compartiendo al mediodía una porción de tarta y una mandarina de postre.
La Nona sabia inoculó en la sangre torrentosa de sus hijos y nietos el amor por la educación, la excelencia y la honradez.
Ella sigue estudiando aún hoy que tiene, escuche bien por favor, aun hoy, que tiene 100 años.
Esta maravilla de la humanidad tiene dos adicciones: los libros y la quesería donde compra los manjares que la acercan a su infancia como la mozzarella de Búfalo o el delicioso mascarpone.
A los 100 años, la doctora Eugenia, mezcla milagrosa de neuronas y sensibiLidad solidaria es considerada una reina madre por sus discípulos. Ella que fue discípula de Bernardo Houssay, uno de nuestros premio Nóbel.
Es una pachamama que cruza los genes italianos con los judíos y protege todo lo que toca.
No se enoja nunca. Sonríe siempre. Dice que esa es su fórmula para cumplir un siglo en paz y armonía con todos.
Esta orgullosa porque fue reconocida como "Prócer de la medicina bicentenaria", un diploma de honor, que le entregó otro oncólogo honesto como ella, el ex presidente de Uruguay, Tabaré Vázquez.
Hoy la doctora Eugenia tiene 9 nietos y solo se lamenta que la ceguera no le haya permitido conocer la cara de sus 4 bisnietos. Escucha radio y tiene un software que le lee los diarios.
Sin embargo yo tengo la sospecha que su mirada va mucho mas allá de lo que uno puede suponer.
Mira con el cerebro y con el alma.
Luego le siguió una comunicación, en la que la doctora le contó al periodista que se lamentaba de haber tenido que usar gallinas para sus experiencias, que luego le donaba al portero de la facultad porque ella no podía volverse a su casa con la gallina sangrante, y también de que murieran algunos monos, traídos especialmente de la India por su similitud genética con la especie humana en post de diagnosticar la polio, epidemia contra la que le tocó luchar, y finalmente risueña mente contó como le complicaron las cosas cuando le enviaron unos monos más grandes desde Canadá que le manoteaban las jeringas y se las rompían, recordando que en aquel entonces todas eran de vidrio.
Dejo una biografìa
Italiana de nacimiento, Eugenia Sacerdote de Lustig entregó a la Argentina sus mejores años de investigadora. Las leyes antisemitas promulgadas por el gobierno fascista de Mussolini la obligaron a
emigrar cuando se desempeñaba en la cátedra de Histología de la Universidad de Turín, uno de los centros de investigación más avanzados de Europa que dio al mundo varios Premios Nobel de
Medicina.
Nació en 1910 y llegó al país veintinueve años después, recién casada con Maurizio Lustig. Antes de cruzar el Atlántico ya era especialista en una técnica aquí desconocida: el cultivo de tejidos vivos “in vitro”.
Se graduó de médica con las máximas calificaciones. Se casó y tuvo una hija, Livia, pero no pudo ejercer: en 1938 le sacaron el carné de médica por ser judía, tras las leyes raciales de Mussolini.
Su marido, Maurizio, trabajaba en Pirelli. La firma decidió mandarlo a la Argentina, donde pensaba establecer una fundición de cobre. Llegaron a Buenos Aires el 25 de julio de 1939. Pero a los pocos días
al marido lo enviaron a Brasil, y ella se quedó varios meses acá, sola, sin conocer el idioma.
Finalmente, pudo unirse a su marido en Brasil. Luego volvieron a la Argentina, pero aquí a Eugenia Sacerdote no le reconocieron el título de médica, ni siquiera la escuela primaria, por lo que empezó a
dar exámenes de historia argentina. Hasta que nació su segundo hijo, Leonardo, y no pudo seguir.
Como había trabajado en cultivo de células vivas en el laboratorio del profesor Giuseppe Levi, en
Turín, se acercó a la cátedra de Histología de la UBA, donde la dejaron trabajar. “Naturalmente, no me pagaban nada. Pero había un fondo para reponer el material de vidrio del laboratorio que se rompiera. Y si no se rompía, me daban un pequeño sueldo”, comentó en una entrevista realizada por La Nación y publicada el 25 de julio de 2006.
Luego, el director del Instituto de Medicina Experimental, hoy Roffo, la invitó a ir a trabajar allá, con células cancerosas, en 1947. En 1954, estando a cargo del Instituto de Virología del Instituto Malbrán,
El Ministerio de Salud Pública la convocó para encarar la epidemia de poliomielitis, lo que la puso en constante riesgo de contagio. La enviaron a Estados Unidos y a Canadá para estudiar la vacuna Salk.
Al volver aquí, lo primero que hizo fue vacunar a sus propios hijos y decirlo públicamente, por lo que muchos se animaron a vacunar a los suyos.
En 1958, el rector de la UBA, Risieri Frondizi, le permitió presentarse a concurso, aunque su título fuera italiano, y ganó la cátedra de Biología Celular. Bernardo Houssay la llamó al Conicet en 1960 y permaneció en la carrera de investigador hasta el año 2000. A la cátedra renunció en 1966, cuando Onganía intervino las universidades. La noche que la Policía entró en Ciencias Exactas, se salvó de los
golpes que sufrieron otros profesores porque había salido a hablar por teléfono a su casa para avisar que iba a llegar tarde.
Entre otros premios ganó el Hipócrates –el galardón más importante de la medicina argentina– en 1992. Ha publicado más de 180 trabajos en revistas científica nacionales y extranjeras y formó decenas de discípulos (desde la cátedra de Biología de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, por ejemplo) que alcanzaron, en muchos casos, el gran nivel profesional de su maestra.
Hasta que sus ojos le permitieron ver continuó con sus estudios sobre el Mal de Alzheimer, genética y oncología experimental.
Fue investigadora superior del CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas), presidenta del Instituto de Investigaciones Médicas Albert Einstein y directora de Investigaciones del Instituto Ángel Roffo. También fue declarada Ciudadana Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires.
En el 2005, a sus 95 años, presentó un libro autobiográfico, De los Alpes al Río de la Plata, donde cuenta las peripecias de su vida.
Hoy está casi ciega. Según ha confesado en distintas entrevistas, varias amigas leen para ella artículos científicos u otras obras que sean de su interés. Además, dispone de una máquina que reproduceoralmente escritos que le sean compatibles por su idioma y su tipografía y cada mes recibe de Italia un libro grabado en CD, de una biblioteca para ciegos, que tiene 10.000 volúmenes.
Premios obtenidos
- 1967 - Premio "Mujer del Año de Ciencias".
- 1977 - Premio A. Noceti y A. Tiscornia de la Academia Nacional de Medicina.
- 1978 - Premio Benjamín Ceriani por la Sociedad de Cirugía Torácica
- 1979 - Premio otorgado por la Sociedad de Citología
- 1983 - Diploma al mérito en genética y citología de la Fundación Konex
- 1984 - Premio Barón otorgado por el Lalcec
- 1988 - Premio Alicia Moreau de Justo
- 1991 - Premio José Manuel Estrada otorgado por el Arzobispado de Buenos Aires
- 1991 - Premio Trébol de Plata por el Rotary International.
- 1992 - Premio Hipócrates a la Medicina otorgado por la Academia Nacional de Medicina de Buenos Aires
- 2003 - Mención especial en ciencia y tecnología de la Fundación Konex
- 2004 - "Ciudadana ilustre de la Ciudad de Buenos Aires"
- 2011 - "Medalla Conmemorativa del Bicentenario de la Revolución de Mayo 1810-2010", del Senado de la Nación Argentina, por su trayectoria científica.
Fuentes:
www.educ.ar . www.lanacion.com.ar 2006